Ya sobre la cabeza de Jesucristo, agarró una de las espinas de la corona y aunque lo hizo con mucho cuidado no pudo evitar ensartársela en un dedo. Sintió la puntada pero no le dio ni cinco de bola y apoyando el serrucho cortó la espina, la desclavó y la tiró. Jesucristo sintió un pequeño alivio.
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